Es una suerte que no se puedan realizar
viajes en el tiempo.
Imagino con claridad que, de poder hacer tales excursiones a hechos pasados, el
hombre, con sus incontrolables deseos de ver
sufrimiento, sea porque le
consuela de sus penas, sea porque disfruta de alguna manera de ello, sería,
pienso, capaz de volver atrás en el tiempo para presenciar el hundimiento del
Titanic, allá donde el 14 de abril de 1912 se convertía en una más de las
noches dolorosas de la historia de la humanidad. Esos seres siempre aburridos… Los
imagino con sus prismáticos futuristas observando desde la calma de una nave
imposible, suspendida en el aire, a aquellos que gritaban al caer a las frías
aguas del norte del Océano Atlántico, riendo cuando ven algún pasajero que se
vistió de mujer para poder escapar en un bote salvavidas cargado de mujeres
desconsoladas…
Apostaría que gran parte del éxito que cosechó el largometraje
Titanic (1997) se debió a esas ganas nuestras de ver cuán grandes son las
amarguras que nos da la fortuna,
consolarnos de nuestras
desdichadas
existencias que no alcanzan semejante infortunio o disfrutar con el
pesar
ajeno, que también vive y colea a diario en todas partes.
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