Primero. A evitar. En espectador no ha de ser libre. Si
pudiera serlo, si pudiera pensar, saltaría del cine y se iría corriendo:
Segundo. A conseguir. Una vez que el espectador esté dentro del teatro, hay que poner una tapa a la libertad suya para discurrir ideas. Es sencillo: se le procura una sesión de cine de acción, de miles de balas perdidas y coches rápidos haciendo piruetas imposibles. Para que no tenga tiempo de razonar que aquello no tiene sentido, se le ofrecerá un montaje de cientos de planos y secuencias cortas multiplicados al infinito. En la pantalla, cualquier zopenco lucirá como un Bruce Lee desencadenado rompiendo huesos a doquier. La tapa estará bien cerrada durante años:
Tercero. Éxito. Pasados unos lustros, retiramos la tapa que no permitía
saltar libremente al espectador, entonces no habrá peligro ni atisbo de
pensamiento. El espectador, criado y cebado en el cine sin piedad, ha sido
convertido en una piedra. Sólo salta a la altura marcada por la tapa, su
impulso intelectual está atrofiado. La maniobra ha sido un éxito:
Es curioso, el método coincide con la forma de amaestrar
pulgas en el circo para que salten una valla de juguete al día siguiente, pero
nosotros no somos pulgas, gozamos del don del raciocinio, ¿o no?
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